Lady Gaga convierte Coachella en su reino personal con un espectáculo grandioso, visceral y teatral que redefine el pop en vivo.
Con su regreso triunfal a Coachella, Lady Gaga no solo saldó una deuda pendiente con el desierto californiano: redefinió lo que significa encabezar un festival en 2025. Ocho años después de sustituir a Beyoncé en plena era Joanne, Gaga regresó con sed de redención y una visión largamente gestada: un espectáculo titulado por sus fans como Gagachella, tan ambicioso como delirante, tan cerebral como instintivo.

Desde que emergió como una reina barroca sobre una falda de varios metros que ocultaba un séquito de bailarines enjaulados, la estrella neoyorquina dejó claro que esta no era una actuación cualquiera. Durante casi dos horas, recorrió con precisión quirúrgica 22 canciones de su discografía más bailable –con especial énfasis en The Fame, Born This Way y su reciente disco, Mayhem– dejando fuera etapas como Artpop o Chromatica, sin que ello restara al conjunto su sentido de totalidad.

El show se articuló en cinco actos, entre transformaciones de peluca, combates coreografiados entre luz y oscuridad, y guiños teatrales a la ópera neoclásica. Entre lo más impactante: la resurrección zombi de su yo de 2009 durante Disease, y un Poker Face reimaginado como un duelo coreográfico y simbólico entre la Gaga actual y su versión de los VMA 2009, un enfrentamiento visual que mezcló nostalgia, autoafirmación y evolución artística. La interpretación vocal fue impecable, pero fue su expresividad, a medio camino entre el performance art y el cine, lo que convirtió la velada en parte de la historia grande de Coachella y del pop contemporáneo.
En un final apoteósico con Bad Romance al estilo Frankenstein, Gaga celebró su dualidad con dos saludos al público, su equipo y su fe en la unidad: “La verdad es que todos somos uno. Todo esto es una sola cosa enorme y maravillosa”. Una velada que se grabará, sin duda, en los anales de Coachella.